El aficionado taurino
Carlos Alberto Saucedo Medrano
La tauromaquia en su conjunto se sustenta en los siguientes elementos: el toro bravo, materia prima, eje de la corrida y criado en una ganadería; el torero, encargado de dar lidia y muerte al elemento no humano que es el toro; la empresa, hiel de la balanza entre las exigencias de ganaderos y toreros y el gusto del público que reside en el lugar donde será el acontecimiento taurino, y finalmente el aficionado a las corridas.
Existe una conversación amplia en torno a ganaderías y toreros dentro y fuera del sector taurino. La política empresarial está en boca de las juntas administrativas y ayuntamientos de los pueblos, comunidades y municipios donde se celebran festejos taurinos, sin embargo, poco se ha reflexionado en torno al aficionado taurino, que es quien, con su entrada pagada, sustenta la fiesta brava.
Dentro del universo policromático formado por quienes asistimos a una corrida de toros encontramos a aquellos que se dan cita con el afán de divertirse; otros van a pavonearse al tendido; incluso hay quienes ven en las localidades de una plaza de toros un espacio propicio para el acuerdo o negociación política. Pero hay un conglomerado de asistentes en particular que ve en la corrida un rito sin igual, un acto único en el que la vida y la muerte se dan cita para generar arte.
Para esos aficionados que comprenden el enigma de la tauromaquia, la vida les es compleja. Compleja porque asisten a la plaza en busca del santo grial del toreo bueno, ese que purifica el alma, que sacia la sed de lo sublime y regenera nuestro torrente de emociones. Y el toreo bueno, aquel acoplamiento entre la embestida del animal bravo y la plasticidad artística del torero, se da muy pocas veces.
“A ver si te enteras, porque lo que estás viendo no lo volverás a ver en tu puta vida”, le decía Búfalo a Juncal mientras le boleaba los zapatos y le contaba una anécdota de una faena en el Puerto de Santa María, España. Ese aficionado del que hablaba con anterioridad se entera de lo que sucede en la plaza, vibra con el derechazo estentóreo, se levanta de su asiento gracias a una descarga energética motivada por un natural bien dado y aplaude a raudales.
Y así, pleno y lleno, incluso listo para partir de este mundo porque lo que ha visto no tiene parangón; el aficionado regresa a la cotidianidad de su vida. Es duro ir al encuentro de lo sublime y lo irrepetible para después bajar lento de esa cúspide trascendental y aterrizar en el fútil campo de la sociedad común, aquella del miedo a vivir, de la tautología del progreso.