En la mira
La metamorfosis del poder, una tercera parte: “sin visión, no hay conducción”

En cualquier proceso de liderazgo, la visión no es un adorno discursivo: es la brújula que orienta cada decisión. Sin ella, la conducción de cualquier proyecto, se convierte en un ejercicio improvisado, reactivo y, a menudo, errático. En la metamorfosis del poder, perder la visión equivale a soltar el timón en medio de una tormenta: el barco sigue avanzando, pero a merced de las corrientes.
Los líderes que inician con un horizonte claro suelen construir su legitimidad a partir de metas concretas y planes definidos. Sin embargo, el poder tiene la capacidad de distorsionar las prioridades. La urgencia por mantener popularidad, los conflictos internos, la presión mediática o los intereses personales pueden ir desplazando aquella idea fundadora hasta dejarla irreconocible. La visión se diluye, apareciendo una administración de lo inmediato, donde lo urgente devora a lo importante.
Conducir sin visión produce un liderazgo reactivo, volátil y contradictorio, que apaga incendios sin estrategia y erosiona la confianza de quienes en algún momento fueron partícipes de ese liderazgo, mientras un equipo sin rumbo opera por inercia, generando esfuerzos dispersos y poco sostenibles.
Este fenómeno no es exclusivo de algún ámbito en particular. Muchas organizaciones se han desmoronado por falta de planeación estratégica, aun cuando contaban con recursos y talento humano de sobra. En todos los casos, la ausencia de visión convierte el liderazgo en una travesía sin mapa, donde cualquier puerto parece bueno, pero ninguno es el correcto.
La historia ofrece ejemplos de sobra sobre cómo la falta de visión puede arruinar incluso los contextos más prometedores. Gobiernos que, sin un plan estructurado, dilapidaron oportunidades únicas para transformar sus sociedades; líderes que confundieron el carisma con la estrategia y descubrieron tarde que la simpatía no sustituye a un plan; administraciones que, por carecer de hoja de ruta, terminaron dependiendo de ocurrencias más para aplaudir que para construir.
En la metamorfosis del poder, la pérdida de visión no siempre es evidente de inmediato. A veces se disfraza de pragmatismo: “lo importante es resolver lo de hoy”, se dice, mientras las grandes metas se archivan en un cajón. Pero cada día sin rumbo claro es un paso hacia la deriva. Y cuando la marea cambia —porque siempre cambia—, el líder sin visión queda expuesto, incapaz de explicar hacia dónde va y, peor aún, de justificar por qué llegó hasta ahí.
Recuperar la visión exige humildad y capacidad de rectificación. Significa volver a escuchar a quienes advierten que el camino se ha desviado, replantear objetivos y recordar que la conducción no se trata solo de llegar, sino de saber a dónde. Un liderazgo sólido no se mide únicamente por los aplausos que recibe en el presente, sino por la solidez del legado que deja.
Porque, en definitiva, sin visión no hay conducción, y sin conducción no hay destino. Y cuando un líder olvida esto, el poder deja de ser herramienta de transformación para convertirse en un vehículo sin dirección, condenado a perderse en su propia inercia. Al tiempo.
