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Ciclismos por descubrir
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Ciclismos por descubrir

Los metros positivos 

Fernando Jiménez

Voy a hablarles de Gilberto: tipo robusto, rizado, bonachón. Amable como los haya. Bailarín de danza folclórica, lector avezado de la historia de México. Es un buen amigo de la universidad y nos tocó coincidir en una lista interminable de escenarios de todo tipo. Momentos tristes y momentos alegres que al día de hoy nos han convertido en un par de infelices profesionistas atormentados por sus entornos laborales. Ahora bien, ¿y qué demonios tiene que ver esto con ciclismo? Un día común y corriente desperté, me preparé los cafés de rigor y devoré un pan tostado sin saber que dentro de unas horas descubriría que Gilberto, además del muy discutible honor de ser uno de mis mejores amigos, también es un ciclista extraordinario.

            Seamos justos, quien les escribe desde este escritorio que tendrán que imaginar, dista años luz de un rendimiento deportivo presumible, pero sí que cuento con la disciplina y el entusiasmo suficiente para dedicarle una buena parte de mi vida, mi mente y mi tiempo al ciclismo. Es por ello que cuando vi a Gilberto acelerar como Satanás contra las fuerzas de Cristo sobre una bicicleta que ni era suya (yo se la presté), ni sabía utilizar (no le enseñé a usarla), quedé atónito.

            No abundaré en detalles, pero Gilberto llegó a mi casa con la confusa encomienda de hacer 120 kilómetros en bicicleta en tres días, de lo contrario perdería 500 pesos. Revisé los neumáticos, le presté un casco y traté de esbozar una fallida introducción a lo que debería saber sobre frenos y cambios. Salimos con el plan de hacer 18 kilómetros, que me parecían bastante razonables para una persona que para empezar ni bicicleta tenía. Kilómetros en plano, recorrido medianamente seguro. A los pocos minutos de comenzar nuestro entrenamiento, me sorprendió su desempeño. Subía, bajaba, apretaba el paso. Aguantaba los cambios de ritmo. Se agarraba con fuerza al manubrio. ¿Qué más se le podía pedir? El recorrido de 18 kilómetros terminó en una más que satisfactoria jornada de 65, colmada de furiosas arrancadas, de valiente inmolación y todo fenómeno de épica que pueda exigírsele a un desabrido martes por la tarde.

¿Cuántas caras tiene una persona? ¿Cuántas esquinas? ¿Cuántos ángulos? ¿De qué están hechos sus vértices? ¿Desde dónde mirar sus oscuridades? ¿Qué tan profundo? ¿Qué tan alto? Cada persona, la que digan, la que piensen, la primera que les venga a la mente significa en sí, en ella misma, un modo único de andar, un ciclismo por descubrir. La bicicleta nos permite observar y atender especificidades que fuera de ella pasarían desapercibidas: temperamentos, potencias, vicios, caprichos, irreales ajusticiamientos y otros místicos pigmentos de la complejidad humana.

Me preocupa terminar este texto sin poder transmitir el asombro, la maravilla de que un día, de la nada, descubras que una de las personas que más aprecias irrumpa con tal naturalidad en un universo tan querido como el ciclismo. Escribió Mark Twain a través de Tom Sawyer que había descubierto que no hay manera más segura de descubrir si amas u odias a alguien que viajar con él o ella. Yo estoy de acuerdo, pero me atrevería a parafrasearlo y decir que uno nunca termina de conocer a la gente hasta que anda con ella en bicicleta.